OBRA DE TEATRO: LA ESENCIA ES LA SORPRESA
Por Hernán Huergo (2009)
Por Hernán Huergo (2009)
Interior de una peluquería. Cartel en pared que
dice “TORIBIO, peluquería unisex para gente única”. Un gran sillón. Un casco,
para señoras. Espejo en la pared. Cosas
típicas de peluquería en la mesa pegada al espejo. Peine, tijeras, espejo de
mano (requeridas). Otras no imprescindibles: champú, secador, navaja, peines, cepillos,
aerosoles, guantes de látex. Un teléfono.
Reparto:
Toribio, el
peluquero, alrededor de 50 años.
Jaime, hombre de clase alta, alrededor de 40 años, cliente del peluquero.
Patricia, señora de clase alta, algo menos de 40 años, esposa de Jaime.
Norma, viuda, alrededor de 45 años.
Jaime, hombre de clase alta, alrededor de 40 años, cliente del peluquero.
Patricia, señora de clase alta, algo menos de 40 años, esposa de Jaime.
Norma, viuda, alrededor de 45 años.
Primer acto:
(Toribio está en la peluquería. Arregla las
cosas que están sobre la mesa debajo del espejo. Entra Norma.)
NORMA. –Buenas tardes, Toribio, ¿cómo está?
TORIBIO. –Señora Norma, ¡qué gusto! (Mira su reloj pulsera, algo
sorprendido.) Hoy llega un poco más temprano, son las tres menos
cuarto, pero no hay ningún problema, la atiendo ya.
NORMA. –No, Toribio, me encantaría, pero venía a avisarle que
hoy no puedo. Discúlpeme que no pude avisarle antes. Los martes a las tres tengo
un nuevo curso de Literatura. Vamos a
tener que buscar otro horario para mí a partir de ahora. Los martes no voy a
poder venir más.
TORIBIO. –No se haga problema, señora Norma.
Déjeme ver. (Consulta un cuaderno.) ¿Qué opina
de venir los miércoles a la misma hora?
NORMA. –No, tampoco. Los miércoles a las tres tengo Entrenamiento de la Memoria. El jueves
tampoco sirve, tengo Yoga de dos a
cuatro.
TORIBIO –Uy, uy,
señora Norma, estamos mal. Viernes y sábados son días muy solicitados. Tengo
los turnos todos tomados.
NORMA. –Algo se le va a ocurrir, Toribio. Quizás el sábado a
la tardecita, me encantaría. Sea
creativo. (Tono algo insinuante.) Bueno, me voy, no quiero llegar tarde
a mi primera clase de Literatura. Espero
que encuentre tiempo para mí, Toribio, sea creativo. (Otra vez algo insinuante).
(Toribio se ha quedado mirando la puerta por la
que salió Norma, pensativo. Suena el ring del teléfono.)
TORIBIO. –TORIBIO, peluquería unisex para gente única. Buenas
tardes. (Habla con voz mecánica con el cuerpo en
posición de firmes. Pausa mientras escucha. Amplia sonrisa.) Señora Patricia, ¡qué gusto! (La
voz es obsecuente, melosa. Pausa menor, escucha algo, congela algo la sonrisa.)
Bueno, sí, ¿cómo estás?, todavía no me acostumbro a tutearla, a tutearte. (Pausa
mientras escucha.) No, el señor Jaime no está. El hombre llega a las
cuatro en punto, ni un minuto antes, ni un minuto después. (Pausa
de tres segundos.) No, no hay nadie, la señora Norma canceló su horario
de las tres. (Pausa de tres segundos.) ¿Ahora? (Voz de
total sorpresa.) ¿Dónde estás? Por supuesto, Patricia, venite.
(Toribio cuelga rápido el auricular corre hasta
el espejo. Se peina frente al espejo y se arregla las patillas. Entra Patricia
al cabo de diez segundos, sonriente y agitada. Mira a todos lados dentro de la
peluquería como si buscara a alguien.)
PATRICIA. – Hola, Tori. ¿Seguro que no está mi
Jaime? (Camina por la peluquería sin parar, mirando a todos lados, como si
estuviera convencida de que Jaime está escondido por allí.)
TORIBIO. – (Gira la cabeza junto con el cuerpo
mientras la sigue con la mirada.) ¿El señor Jaime? Ya te lo dije, llega
a las cuatro en punto, ni un minuto antes ni un minuto después. ¿O no lo conocés
a tu marido?
PATRICIA. (Para de caminar y da una vueltita graciosa para mirarlo, pensativa
pero siempre con la sonrisa.) – ¿El señor Jaime?, qué gracioso cómo lo llamás,
Tori. Sí, por supuesto que lo conozco. (Breve pausa, deja de
moverse, mira al público, frunce el ceño, como dudando de lo que dijo.) O creo
conocerlo, porque ahora no estoy tan segura y me pone nerviosa la sorpresa. No
sé qué puedo esperar de mi Jaime. (Vuelve a recuperar el
movimiento y la gracia. Ahora camina de nuevo. Mira debajo del sillón de
hombres.)
TORIBIO. –
¿Sorpresa? (Tono sorprendido.)
PATRICIA. – Sí, dice mi Jaime que me va a dar
una sorpresa. Me muero por saber de qué se trata. (Revolotea
por la peluquería. Mira dentro del casco para mujeres).
TORIBIO. – ¿Qué tipo de sorpresa?, ¿cuándo? (Gira
la cabeza junto con el cuerpo mientras la sigue con la mirada.)
PATRICIA. (Deja de caminar y lo mira, divertida.) –Ay, Tori, si supiera qué y cuándo no
sería sorpresa. El otro día le dije tu frase favorita, “la esencia es la
sorpresa”. Ahora jura que me va dar la sorpresa. Me muero por saber de qué se
trata.
TORIBIO. –No puedo creer que le hayas dicho
“la esencia es la sorpresa”, Patricia. Esa frase era para vos, no esperaba que
la repitieras por ahí. (Pausa. Ella ahora está quieta y
seria, lo mira, espera que él siga.) Bueno, ya está hecho, (Gesto de resignación) pero por favor no le digas nunca que la frase me la
escuchaste a mí.
PATRICIA.
–Por supuesto, Tori, quedate tranquilo.
TORIBIO. –Está bien. Hablando de sorpresas soy
yo el que tiene algo muy especial que decirte, Patricia.
PATRICIA. (Recupera la sonrisa.) –Ay, Tori,
¿vos también una sorpresa?
TORIBIO. –Sí, Patricia. Llegó el día que te
prometí. Hoy a las siete y media. ¿Podrás venir? (Él la mira ahora expectante, con cejas que se levantan y parecen
implorar la respuesta positiva.)
PATRICIA. –Ay Tori, Tori. ¿Estás hablando en
serio? ¿Hoy mismo?
TORIBIO. – Sí, hoy mismo. Lo tengo todo
arreglado. Pero si no podés no hay problema.
PATRICIA. – ¿En el Ritz? ¿Con orquídeas?
TORIBIO. – En Lemos 496, sexto piso F. Es el
segundo cuerpo.
PATRICIA. – ¿Lemos? (Frunce el ceño.) ¿Qué es eso?
TORIBIO. – Un departamento que me presta un
amigo. No queda tan lejos. (Expresión de culpa)
PATRICIA. – Bueno, el taxista sabrá llegar. ¿Y
las orquídeas?
TORIBIO. – Serán rosas, bien rojas.
PATRICIA. – Ay Tori, Tori. No sé, pobrecito mi
Jaime, pobrecito. (Camina en círculos nerviosa, mira al espejo, lo mira a él. Piensa unos
segundos). Bueno, puede
que sí, voy a ver. Pero no de noche, Tori. (Pausa menor, piensa
algo.) Mejor pasado mañana a las dos de la tarde. Tengo clase de Yoga de dos a
cuatro. Parece que voy a faltar. Bueno, quizás. No sé si mi Jaime se merece
esto, pobrecito. (Otra
vez se mira al espejo, pensativa.)
TORIBIO. – ¿Jueves de dos a cuatro? Pero yo a
esa hora trabajo.
PATRICIA. – Bueno, qué lástima, Tori, otra vez
será. Igual, no sé si mi Jaime se hubiera merecido algo así, pobrecito. Debe
ser una señal de Dios.
TORIBIO. – No, está bien, está bien, Patricia,
está bien. Me las puedo arreglar. Jueves a las dos de la tarde. Lemos 496,
sexto piso F, segundo cuerpo.
PATRICIA. – Ay, Tori, Tori, no sé, no sé. (Piensa unos segundos.) Bueno,
bueno, el jueves a las dos de la tarde. Quizás. (Está muy indecisa.)
TORIBIO. –Nada de quizás, Patricia. Espero que
sí. (Pausa, la mira, detecta la inseguridad de
ella.) Esperá un segundo, tengo algo para darte. (Abre un cajón de su mesa saca un sobre pequeño de color azul, saca un papelito
de su interior, lo lee, corrige algo en él, lo pone de nuevo en el sobre
pequeño de color azul y se lo entrega.) Tomá, esto es para vos. No lo
pierdas ni lo olvides.
(Ella toma el sobre y saca el papelito de
adentro. Lo lee en voz alta.)
PATRICIA. – “Querida señora. La espero el
jueves a las dos de la tarde en Lemos 496, sexto piso F. Segundo cuerpo.
Toribio.” Pero qué romántico y formal, Tori. (Vuelve a mirar y a leer el papelito.) Acá dice querida
señora, sin nombrarme. ¿Qué quiere decir esto, Tori? Que tenés estos papelitos
arreglados para quien sea. No puedo creerlo.
TORIBIO. –Pero por favor, Patricia. Nunca
antes escribí algo igual. No está tu nombre por discreción, entenderás. (Suena el teléfono.)
TORIBIO. – TORIBIO, peluquería unisex para gente única. Buenas
tardes. (En posición de firmes y con voz de aviso
comercial. Pausa. Patricia se ha quedado quieta y lo mira en forma escrutadora.) Señora Norma, ¿qué dice? (La
voz es obsecuente y melosa.) ¿Se canceló la clase? Sí, señora, el turno sigue
libre, venga ya mismo. La espero. (Cuelga y mira a Patricia, se encoge de
hombros.) La clienta que había cancelado viene para aquí.
PATRICIA. –Sí, Norma, la re-conozco (Marca
la sílaba re.). Estamos juntas en las clases de Yoga y nos hemos hecho re-amigas. (Lo mira
fijo a los ojos, con leve sonrisa.) Tan viuda y solitaria, la pobre.
TORIBIO. – ¿Viuda? No tenía idea.
PATRICIA. – Sí, viuda y solitaria. (Breve pausa.) Está encantada con vos, Tori.
TORIBIO. – ¿Encantada conmigo? ¿La señora Norma?
Es bueno saberlo. Tiene un pelo complicado, pero creo que le encontré la
vuelta. Me alegra saber que esté tan contenta.
PATRICIA. – Sí claro, Tori, le encontraste la
vuelta al pelo. (Sonríe y usa un tono de quien no cree lo que
dice el otro.) Hasta el
jueves. (Vuelve a leer el papelito.) Lemos…,
espero no perderme. No te olvidés de las rosas, bien rojas. (Patricia mete el papelito en el sobre azul y el sobre en la cartera, y abre
la puerta. Se encuentra frente a frente con Norma, a punto de entrar). ¡Normita divina! ¿Cómo estás?
NORMA. (Cara
de sorpresa.) – ¡Patricia
querida! ¿Qué hacés aquí? Creí que ya no venías más a Toribio.
PATRICIA. –Y así es. Pero vine a buscarlo a
Jaime, pero parece que hasta las cuatro no llega.
TORIBIO. –A las cuatro, ni un minuto antes, ni
un minuto después.
PATRICIA.
–Bueno, tengo que irme. Toribio, buenas tardes. Hasta luego, Normita. No
sé si nos vamos a ver el jueves en Yoga.
Creo que viene a visitarme una tía de Salta.
NORMA. –Pero mañana tenemos Entrenamiento de la Memoria, ¿o te olvidaste?
PATRICIA. (Sonríe, divertida) – ¿Podés
creer que se me había olvidado total? Se ve que todavía no aprendí nada. Te veo
mañana, entonces.
NORMA. –Sí, mañana, Patricia. Pero te mato si no vas, tengo
algo importante para contarte.
PATRICIA. –No voy a
faltar. Yo también quiero contarte algunas cosas, Normita. Hasta mañana. (Sale)
TORIBIO. (Cara de sorpresa, preocupado. Frunce el ceño.) –No sabía
que ustedes dos fueran tan amigas.
NORMA. –Sí, Toribio, una amiga del alma, la mejor.
(Toribio mira al público, las cejas bien
levantadas, con cara de preocupación. Cae el telón.)
Segundo acto:
(En la peluquería. Toribio le abre la puerta a
un cliente. Entra un hombre prolijo, bien vestido, edad alrededor de cuarenta
años.)
TORIBIO. – Buenas tardes, señor Jaime, ¡qué gusto!
Cuatro de la tarde, ni un minuto antes, ni un minuto después. Usted siempre tan
puntual.
JAIME. – Hola, Toribio. (Sin
mirarlo ni detenerse. Se sienta en el sillón.) Lo de siempre.
TORIBIO. – Por supuesto, lo de siempre. (Le
pone la sábana blanca y se la acomoda en el cuello.) Calor, ¿no?
JAIME. – Sí, bastante frío, pero no importa.
TORIBIO. – ¿Frío? Debe haber sido ahora que
refrescó. La señora que se fue recién se quejaba del calor.
JAIME. – Patricia… (Dicho como en un susurro, como para sí
mismo.)
TORIBIO. (De pronto nervioso y tartamudeando.) – No, la señora Patricia no. Hablo de
la señora Norma. Su señora hace tiempo que no se atiende conmigo, señor Jaime.
(Peina
y pega un tijeretazo de tanto en tanto.)
JAIME. – Ya sé, Toribio. Lo que iba a decirle es que Patricia
siempre tiene calor.
TORIBIO. – Sí, me parece saber a qué se
refiere, señor Jaime.
JAIME. – ¿Qué quiere decir?, Toribio. ¿Desde cuándo la conoce
tan bien a mi mujer? Ya dicen por ahí que usted es rápido con las clientas.
TORIBIO. (Le sale un tijeretazo desmedido, Jaime se agacha un poco del susto.)
– Pero señor, ¿qué cosas está diciendo? (Abre
los brazos en jarras y pone cara de carnero degollado.)
JAIME. – Es sólo una broma, Toribio, no se asuste. Pero no se
distraiga, siga cortando. (Pausa, duda de lo que va a
decir.) Necesito hablar un tema muy importante con alguien y pensé en usted,
Toribio, que por algo es peluquero. Hay gente que habla estas cosas con el cura
pero no es mi caso. Hace años que no me confieso y no me veo yendo al cura
ahora. Ir a un psicólogo menos todavía. No sólo son caros por demás sino que
los cuerdos se vuelven locos mucho más que los locos que se vuelven cuerdos. Me
queda usted, Toribio.
TORIBIO. – ¿Yo? (Para de cortarle el pelo. Lo mira, intrigado.)
JAIME. – Sí, Toribio. Usted es peluquero. ¿O nunca oyó hablar
de la función social del peluquero?
TORIBIO. – La verdad, señor… (Sigue mirándolo, sin cortar el pelo.)
JAIME. – Siga cortando, Toribio, no se distraiga. Ustedes,
los peluqueros, son la alternativa mejor que tenemos los hombres cuando no
queremos o no podemos hablar con curas ni psicólogos. Si usted está de acuerdo
en ayudarme, claro.
TORIBIO. (Peina y corta) – Claro que
lo voy a ayudar, señor Jaime, aunque no entiendo cómo, señor.
JAIME. – Fácil, Toribio, bien fácil. Yo digo lo que se me
pasa por la cabeza y usted escucha.
TORIBIO. – ¿Y yo qué debo hacer?
JAIME. – ¿Usted
qué hace? Nada, o casi nada. Usted sólo escucha. Pero si se le cruza algo por
la cabeza y quiere decirlo, lo dice. ¿Entendió?
TORIBIO. – Bueno, tiene razón, parece bien
fácil. ¿Eso es todo?
JAIME. – Así de
fácil, Toribio. Ah, una cosa más, cuando usted termina de cortarme el pelo, me lo dice, me cobra y me
despide hasta la próxima semana. Aunque yo le implore un minuto más de su
tiempo. ¿Está todo bien claro?
TORIBIO. – Clarísimo, señor Jaime, lo escucho.
Mientras, le sigo cortando el pelo.
(Jaime se tira bien para atrás, se relaja y
cierra los ojos. Toribio lo peina. Después de unos segundos empieza a hablar.)
JAIME. (Habla
en medio de suspiros, relajado.) – Patricia, Patricia. Fue mi primera
novia. Porque a Malena no la puedo contar como novia. Ni siquiera la presenté en
mi casa. No, no era presentable. No, no hablo de eso, Toribio. Malena era una mina
para desmayar a cualquiera. Cuando digo que no era presentable hablo de lo
social. Me imagino la cara de la vieja si se la hubiera presentado. Muerta,
habría caído allí mismo muerta. (Se queda callado unos segundos,
siempre con los ojos cerrados.) Malena, Malena
(Suspira, arrastra la voz.), qué
bestia. Era imparable y yo también con ella. Las ojeras se me marcaban en la
cara como surcos, parecía un payaso destruido cuando estaba en la facultad. Piel
y huesos. Qué manera de enseñarme cosas. Qué tiempos, cosas de juventud. Cómo me
hizo llorar cuando me cambió por Roberto. Te la doy a Pichi, me dijo Roberto, y
yo, desesperado por los celos, agarré viaje. Pichi, nada que ver, a esa sí que
se le notaba que era más puta que las gallinas. Siga cortando, Toribio. Pero lo
nuestro con Patricia es más que lujuria, es amor verdadero. Un amor ideal, por muchos
años. Bueno, es lo que yo creía. (De pronto abre bien grandes los
ojos, ya no los volverá a cerrar. Mira hacia delante, al espejo.) ¿Será
verdad eso de la comezón del séptimo año, Toribio? Porque estamos justo allí,
en el séptimo año.
TORIBIO. – No sé, señor Jaime, hay muchos que
dicen eso.
JAIME. – No hable, Toribio. Usted sólo debe escuchar. Excepto
cuando se le ocurra decir algo inteligente.
TORIBIO. – Disculpe, Jaime, pero ¿cómo sé que
lo que voy a decir es inteligente?
(Otra vez deja de
cortar el pelo y lo mira.)
JAIME. –Muy simple, Toribio, si no lo sabe no lo diga. Sólo escuche.
Y siga cortando. (Jaime suspira. Toribio retoma
peinado y corte.) Ella parecía encantada, cada sábado.
TORIBIO.
(Otra vez deja de cortar) – ¿Cada sábado? (Retoma la
tarea.) Perdón, Jaime, perdón, no debo
hablar.
JAIME. –Está bien que me llame Jaime, lo de señor no va en
este rol suyo de ahora, Toribio. Sí, cada sábado a las dos y media de la tarde.
Cada sábado de amor. No sé si lo entiende, Toribio, usted debe ser de los que
tienen sexo día por medio, si no todos los días. Pero lo nuestro es amor
sublime, un ritual que se consume cada sábado. Sagrado y fulmíneo. Todo estuvo
perfecto hasta…
TORIBIO. – No puedo dejar de decirle, señor,
que Patricia ni ninguna mujer se puede conformar con tan poco. (Acompaña la frase con tijeretazos al aire.)
JAIME. – ¿Tan
poco? Usted no la conoce a Patricia, Toribio.
TORIBIO. – Sí, la conozco, es una mujer. Usted
dice que una hora los sábados y eso es todo. (No corta ni peina.)
JAIME. – Nunca dije eso de una hora, no invente. (Enojado.) Es una hora si la cosa está mal, esos días que no
puedo olvidarme del stress. A la hora abandono. Pero lo normal es que nuestro
fuego sublime se consuma en siete minutos, a veces diez.
TORIBIO. – ¿Siete minutos? Lo suyo está muy
mal, señor Jaime, pobre Patricia.
JAIME. – Le rogaría, señor peluquero, que se refiera a mi
esposa como señora Patricia.
TORIBIO. – Mire, Jaime, si me va a usar en vez
del cura o del psicólogo me parece que esas cosas no van. Mejor paramos aquí,
me dedico a cortarle el pelo y hablamos del tiempo. (Empieza a cortarle otra vez.)
JAIME. – No, Toribio, tiene razón, diga lo que quiera. Por
favor, necesito su opinión. ¿Qué debo hacer? Hace un tiempo que estoy pensando
en un plan para combatir esto.
TORIBIO. – ¿Combatir qué cosa? (Corta y peina.)
JAIME. – Ya van tres veces, Toribio, tres veces seguidas que
Patricia me dice, con ojos extraños: “Mi Jaime, mi amor, estoy aburrida”. Tres
sábados, curiosamente a la misma hora. Increíble, ¿no?
TORIBIO. – ¿A la misma hora? (Corta y peina.)
JAIME. – Tres menos diez, minuto más, minuto menos. ¿Puede
creerlo? Siete años de amor para escuchar esto. “Estoy aburrida”. Pero ese es
el tema, Toribio. Quiero contarle mi plan, a ver qué le parece. La idea es
añadir un nuevo acto de amor sublime los miércoles por la noche.
TORIBIO. – ¿Los miércoles por la noche? (Corta y peina. No puede creer lo que está escuchando.)
JAIME. – Sí, Toribio. Lo estudié bien. Miércoles a las veintidós treinta. ¿Qué opina, Toribio?
La otra alternativa, es los martes a las veintidós quince. O sea hoy mismo. Sí,
mejor hoy mismo. No sabe cuánto me gustaría saber qué opina, Toribio.
TORIBIO. – Usted está loco de remate, Jaime.
No se puede creer que tenga al lado una mujer como Patricia. (Tijeretazos al aire.)
JAIME. – Señora Patricia…
TORIBIO. (Deja de cortar, enojado.)– Patricia, Patricia y Patricia.
Usted no se la merece. El amor no es rutina, no se trata de actos sublimes ni
rituales programados. El amor es libertad, aventura, el amor es sorpresa, es no
saber qué sigue ni por qué. Olvídese de los sábados, olvídese de los miércoles.
(Parece bastante furioso, una personalidad
desconocida. Ahora es él el que domina la situación.)
JAIME. – ¿Pero eso no va a ser peor, Toribio? ¿Olvidar los
sábados y los miércoles? ¿Dejo los martes?
TORIBIO. – Pero no sea idiota, hombre. La
esencia es la sorpresa, la sorpresa. (Remarca las palabras.
Ya no corta ni peina.)
JAIME. (Se
yergue de golpe, gira para mirarlo fijo a Toribio) – ¿La esencia
es la sorpresa? (Habla marcando todavía más cada sílaba)
¿Dijo “la esencia es la sorpresa”? Esto sí que es extraño. Dígame la
verdad, Toribio, ¿usted hace esto con las mujeres que vienen aquí?
TORIBIO. – No sé de qué me habla, señor Jaime. (Perdió
seguridad de golpe. Gira hasta quedar a las espaldas de Jaime. Vuelve a ser el
peluquero sumiso y obsecuente. Peina cuando puede, con toques nerviosos.)
JAIME. (Gira
la cabeza hacia uno y otro lado tratando de enfocar al peluquero, que gira a su
vez para evitar la mirada) – Hablo de Patricia, Toribio. ¿Alguna vez ella le
comentó alguna de estas cosas?
TORIBIO. – Por Dios, señor Jaime. (Sigue
peinando cuando puede, con toques muy nerviosos.) Hace mucho
que no la veo a su señora, y cuando se atendía conmigo, no hablábamos de nada
que no tuviera que ver con el oficio.
JAIME. – ¿El oficio?
TORIBIO. – Peluquero, señor, peluquero.
JAIME. (Se
tranquiliza, vuelve a reclinarse en el asiento) – ¡Qué extraño! Porque cuando ella
dijo “Mi Jaime, mi amor, estoy aburrida” la última vez, el sábado pasado, le
pregunté qué podía hacer yo para que dejara de decir eso. ¿Y sabe qué dijo?,
Toribio.
TORIBIO. – ¿Qué fue lo que dijo Patricia?, ¿qué
dijo su señora, señor Jaime? (Sigue peinando, con toques suaves,
más tranquilos.)
JAIME. –Es de no creer. Dijo “La esencia es la sorpresa”, sus
mismas palabras exactas.
TORIBIO. (Muy nervioso y tartamudo. Retoma el peinado con toques nerviosos.)
– Esas palabras son tan viejas como la Biblia, señor Jaime. (Breve silencio) ¿Y usted qué le dijo?
JAIME. –Tendrás la sorpresa, mi amor, y será bien pronto. Eso
le dije. (Breve pausa.) Y estaba decidido a que fuera hoy a
las veintidós quince, hasta que hablé con usted. ¿Y ahora qué hago? Usted sí
que es bueno en el oficio.
TORIBIO. – ¿El oficio? ¿Peluquero?
JAIME. – Loquero, Toribio, o psicoanalista, como quiera
llamarle. No pasó ni media hora y ya me volvió loco, se pasó. ¿Qué carajo hago
ahora?
TORIBIO. – Malena, también Pichu. (Habla
como en susurro, como si fuera para sí mismo. Sigue cortando el pelo.)
JAIME. – ¿Malena, Pichu? ¿De qué me está hablando, Toribio?
TORIBIO. – Ah, ¿me escuchó? Pienso que la
solución es simple, Jaime. Tiene que pensar en ellas, revivirlas.
JAIME. – Mire que dice cosas raras, Toribio. Que yo sepa esas
dos andan por allí, tan vivas como siempre, o quizás más.
TORIBIO. – No me entiende, tiene que
revivirlas en su mujer, en Patricia.
JAIME. – Siga haciendo de peluquero, Toribio, y hable en
fácil, que como psicoanalista no se le
entiende nada.
TORIBIO. (Deja de cortar, suspira y lo mira frente a frente.) – A ver
cómo se lo explico. Hay una Malena dentro de Patricia. Eso es todo lo que usted
debe pensar. Hay una Malena y, más también, hay una Pichu dentro de ella, esperándolo.
JAIME. – ¿Esperándome?
TORIBIO. (Retoma el corte y peinado, ahora tranquilo.) –
Esperándolo a usted o a quien sea, si usted no aparece, Jaime.
JAIME. – ¿O sea, Toribio? ¿Qué carajo tengo que hacer?
TORIBIO. (Da los últimos toques, deja el peine y la tijera y mira al cliente, orgulloso
del corte que hizo) – Sólo dos cosas le repito, Jaime. Y en verdad debería
cobrarle por estos consejos. Una: La esencia es la sorpresa y dos: hay una
Malena dentro de su Patricia.
JAIME. – Otra vez esa cantinela de la esencia es la sorpresa.
Qué les pasa a todos. ¿Se puede saber qué tengo que hacer, señor experto?
TORIBIO. – Creo que le quedó muy pero muy bien,
señor Jaime. ¿Usted qué opina? (Coloca un espejo de mano para que
Jaime se mire, pero Jaime lo mira a él.)
JAIME. – Le hice una pregunta, Toribio, ¿qué hago?
TORIBIO. – Sí, quedó perfecto. (Le saca la sábana blanca.) Son veintiséis pesos, señor Jaime.
JAIME. – No, por favor, Toribio. Necesito su ayuda. Aunque
sea una pista. ¿Qué hago?
TORIBIO. – Si tuviera cambio me haría un gran
favor, señor Jaime.
(Jaime lo mira hasta darse en cuenta que no hay
nada que hacer, paga y se va sin saludar, pensativo)
Tercer y último acto.
En un departamento de la calle Lemos, una mesa
con un florero con rosas rojas, al lado una botella de champagne, un balde de
hielo, dos copas. Toribio camina nervioso por el cuarto mirando su reloj
pulsera.
TORIBIO. – Dos menos diez. Maldición. No sé si
esto será una buena idea. Mi Jaime, Tori divino, ¡qué loca! También, con ese marido. Pobrecita. Si lo mío
es casi como un apostolado. Champagne, rosas rojas, horas de trabajo perdido. Deberían
indemnizarme.
(Suena el timbre, Toribio se arregla rápido
frente al espejo y aprueba su imagen. Mira a todos lados como controlando que
esté todo bien. Luego va rápido y nervioso hasta la puerta y la abre. Es
Patricia, muy sonriente.)
PATRICIA. – Hola, Tori divino. No te imaginás
lo contenta que estoy. (No hay beso ni nada, ella empieza a
revolotear por el cuarto, mira todo, el champagne, las rosas.) ¡Pero qué
rosas más lindas, Tori!
TORIBIO. – ¡Patricia, estás preciosa! ¿Una copa
de champagne?
PATRICIA. – No, Tori divino, guardalo para
después.
TORIBIO. – Bueno, no tenemos mucho tiempo, Patricia.
¿Querés ponerte cómoda?
PATRICIA. (Ahora toca las rosas, las huele. Toca el balde de hielo.) – Conmigo
no te va a llevar más de unos minutos, Tori, diez minutos a lo sumo.
TORIBIO. – Ay, preciosa. No te imaginás lo que
te espera.
PATRICIA. (Se frena y lo mira.) – Ay, Tori
divino. Creo que es al revés. Sos vos el que no te imaginás lo que te espera.
TORIBIO. (Con cara de gran intriga) – Me estás preocupando, ¿de qué se
trata?
PATRICIA. (Ahora mira la marca del champagne.) – La esencia es la sorpresa, Tori,
como le decís a todo el mundo.
TORIBIO. –A todo el mundo no. Patricia. Si ya
te dije que es una frase nuestra.
PATRICIA. (Otra vez lo mira.) –Parece que
te olvidás que también se la dijiste a Jaime el martes pasado, Tori divino. Pero no me quejo. ¡No sabés! Cuando mi Jaime llegó
a casa, serían las cinco estaba como loco, se abalanzó hacia mí. “Como dice
Toribio, la esencia es la sorpresa”, gritaba, y me besaba, me adoraba. “La
esencia es la sorpresa”, repetía una y otra vez, en medio del delirio.
Terminamos felices y llenos de moretones, como a las seis de la mañana.
TORIBIO. – Bueno, no sé qué decir. (Desconcertado, busca qué decir y qué cara poner.) Te felicito, los felicito. Y estas
rosas bien rojas, este champagne, ¿ahora para quién son?
PATRICIA. – No para mí, Tori divino. (Mira el reloj pulsera.) Pero no puedo quedarme ni un minuto más aquí Tori, son
casi las dos. Adiós Tori divino, gracias. (Le da un beso rápido
en la mejilla, camina hacia la puerta y la abre.)
TORIBIO. – Pero ¿qué pasa, por qué tanto
apuro?
PATRICIA. – Adiós Tori, que seas feliz. (Se va, cerrando la puerta)
(Toribio se queda confundido, camina hasta la
mesa con las rosas y el champagne, menea la cabeza, contrariado. Suena el
timbre. Toribio pone cara de sorpresa, mira el reloj pulsera, hace un gesto que
significa que son las dos en punto, y va a abrir la puerta. Es Norma, con sonrisa
radiante. Agita un sobre pequeño de color azul en su mano derecha.)
NORMA. –Realmente no esperaba que usted fuera tan creativo, Toribio,
esto sí que es una sorpresa para mí. (Entra, mira todo.) ¡No hay
sillón de peluquería pero sí champagne y rosas rojas! Qué creativo, Toribio. No
sabe lo que me encantan las sorpresas.
TORIBIO. (Toribio sirve el champagne en dos copas y entrega a Norma una.) –Ay, señora
Norma. La sorpresa es toda mía, se lo aseguro. La sorpresa y el placer,
brindemos. (Brindis, toman un sorbo.) No hay caso, otra vez se confirma
que, en la vida, la esencia es la sorpresa.
FIN
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